El Gúlmont fue el extraño resultado de la puesta prodigiosa de un huevo de una extraña ave de paso, en un tiempo y en un lugar que por nada le correspondía. Nadie de los que regían los destinos de aquel lugar y tiempo hubiera imaginado lo que se produciría en aquél nido, tan bien sujeto a una rama del más sólido de sus árboles. El Gúlmont fué el espacio en el que se desarrollaron imaginaciones y se gestaron proyectos inverosímiles. Donde el empuje imparable de los diecisiete años no se encontró con las barreras que a otros espíritus bravos les ha hecho arrodillarse. En el Gúlmont hubo espacio para casi todo. Y allí estuvieron infiltrados y manteniéndolo, hay que decirlo claro, tres extraños curas liberales que lo inventaron, lo organizaron y lo alentaron: Santiago Pérez Gago, Jesús García Álvarez y Alberto Riera Sellabona (+ 28/5/2004).
Las excursiones del fin de semana eran el objetivo principal que nos atraía al seno del Gúlmont. Pero alrededor de aquella actividad se generaba un universo aparentemente secundario que se desarrollaba en el tiempo que mediaba entre las salidas, durante toda la semana o la quincena.
Cuando se consiguió disponer de un local donde preparar nuestra actividad y arreglar las cosas con las que se realizaba, se abrió una nueva dimensión en nuestra vida de estudiantes atados a un internado. El Gúlmont llegó a ser lo primordial. Tuvo para nosotros más importancia, incluso, que los estudios que cursábamos, que pasaron a ser para algunos, un precio que nos aseguraba la continuidad de nuestra actividad. Y con mucho, el indeseado internado se hacía más llevadero precisamente por la existencia de aquel grupo paralelo que absorbía nuestras mejores horas (libres o incluso robadas al estudio).
Fue fundamental la necesidad creada, de dejar constancia escrita y gráfica de nuestros hechos, y así se empezaron a levantar unas escuetas actas de las salidas que realizábamos. Con tenacidad, los primeros directores del Gúlmont consiguieron hacer escribir el informe de salida a aquella tropa de elementos, inicialmente más indisciplinados, inculcándonos un sentido de responsabilidad que nacía del convencimiento de considerarnos, cada uno en su propio cometido, protagonistas de algo que queríamos, que era nuestro y por lo que teníamos motivos para trabajar. Y todos participábamos en su realización, porque cada uno ostentaba una especialidad parcial cuyas observaciones debían figurar en el informe. No creo exagerar si afirmo que aquellas hojas manuscritas fueron en muchos el inicio del interés por la geografía y por múltiples facetas de conocimiento.
Y por detrás de nuestras propias experiencias, sin que nosotros lo viéramos, estaba la intencionalidad en que se fundaba la organización, dirigida, como en el movimiento Scout en el que se inspiraba sin decirlo, a que aprendiéramos a vivir en la naturaleza para que, después, supiéramos vivir en las ciudades.
Las excursiones del fin de semana eran el objetivo principal que nos atraía al seno del Gúlmont. Pero alrededor de aquella actividad se generaba un universo aparentemente secundario que se desarrollaba en el tiempo que mediaba entre las salidas, durante toda la semana o la quincena.
Cuando se consiguió disponer de un local donde preparar nuestra actividad y arreglar las cosas con las que se realizaba, se abrió una nueva dimensión en nuestra vida de estudiantes atados a un internado. El Gúlmont llegó a ser lo primordial. Tuvo para nosotros más importancia, incluso, que los estudios que cursábamos, que pasaron a ser para algunos, un precio que nos aseguraba la continuidad de nuestra actividad. Y con mucho, el indeseado internado se hacía más llevadero precisamente por la existencia de aquel grupo paralelo que absorbía nuestras mejores horas (libres o incluso robadas al estudio).
Fue fundamental la necesidad creada, de dejar constancia escrita y gráfica de nuestros hechos, y así se empezaron a levantar unas escuetas actas de las salidas que realizábamos. Con tenacidad, los primeros directores del Gúlmont consiguieron hacer escribir el informe de salida a aquella tropa de elementos, inicialmente más indisciplinados, inculcándonos un sentido de responsabilidad que nacía del convencimiento de considerarnos, cada uno en su propio cometido, protagonistas de algo que queríamos, que era nuestro y por lo que teníamos motivos para trabajar. Y todos participábamos en su realización, porque cada uno ostentaba una especialidad parcial cuyas observaciones debían figurar en el informe. No creo exagerar si afirmo que aquellas hojas manuscritas fueron en muchos el inicio del interés por la geografía y por múltiples facetas de conocimiento.
Y por detrás de nuestras propias experiencias, sin que nosotros lo viéramos, estaba la intencionalidad en que se fundaba la organización, dirigida, como en el movimiento Scout en el que se inspiraba sin decirlo, a que aprendiéramos a vivir en la naturaleza para que, después, supiéramos vivir en las ciudades.
No hay comentarios:
Publicar un comentario