jueves, 10 de septiembre de 2009

Las sombras de la Polar

Diez años antes de que se me pasara por la cabeza hacer la Revolución, yo tenía mi vida encarrilada por los planes que sobre mi educación habían trazado sabios doctores. Tenía mi estrella Polar marcada sobre el cielo de la Universidad Laboral de Córdoba. Era un cielo recién estrenado y acorde con toda aquella solemne edificación que se había levantado sobre una tierra quemada, para redimirme.

Había en la Laboral dos tipos de educadores: los dominicos (curas y frailes) y los seglares. Entre estos últimos distinguíamos a algunos como los “políticos”, porque se aplicaban en darnos las asignaturas de FEN o Formación del Espíritu Nacional en un número discreto de horas lectivas. Esta coexistencia de especies era como una extraña simbiosis de faunas en la que, curiosamente, el papel de los machos dominantes estaba reservada al clero, mientras que el de los seglares, los “políticos”, estaba limitado a ejercer de gallos crestones, sin demasiado convencimiento como aspirantes. Era como si los representantes del Movimiento estuviesen arrimados al pastel por un convenio tácito que les permitía estar para izar y arriar banderas, junto a un cuerpo que seguía ejerciendo el poder secular de trazar las pautas definitivas de nuestra formación moral, lo cual estaba exclusivamente reservado a la Iglesia. En aquel dilatado paisaje del patio central y el Paraninfo destacaban por sus hábitos blancos y negros los altos avestruces, solitarios o en parejas, que iban y venían con destinos marcados. En el mismo espacio, asomando y desapareciendo, como emergidos de invisibles madrigueras y ocultos de nuevo en un instante, pululábamos, en pequeños grupos inquietos, huidizos pero atrevidos, los perritos de la pradera, con nuestros uniformes, verdes primero y luego azules como el mar proceloso del trabajo que nos esperaba, y con el que acabaríamos encontrándonos.

Entre los educadores “políticos” había algunos ejemplares curiosos: Braña (no recuerdo su nombre) llevaba el apodo correspondiente al nombre del protagonista de una historia patriótica y emotiva de su propia cosecha, que nos relataba como un folletín por entregas en las horas de su clase. Otro, del que tampoco recuerdo el nombre, pero sí su cara marcada por un parche negro que le ocultaba un ojo y quizá una inquietante cicatriz que nadia había visto pero que nos mantenía presente su participación en la pasada contienda, dedicaba su tiempo a leernos pasajes escogidos de la obra literaria del Duce y del Diario del conde Ciano.

Otra función esencial de los “políticos” era la de darnos la “consigna”. Todas las mañanas, antes de dirigirnos a los comedores para desayunar, teníamos que “formar” marcialmente en el inmenso patio central, donde nos reuníamos los más de dos mil alumnos, de entre los que echábamos en falta a los más mayores, que por una incomprensible bula se libraban de aquella pantomima. Si alguno de los cuatro o cinco colegios participantes se retrasaba en acudir, la espera se hacía particularmente pesada, porque nuestras vacías tripas no entendían de disciplinas paramilitares. Una vez todos presentes se procedía al izado de la bandera, tras lo que el “político” de mayor dignidad nos leía la consigna que debería iluminar nuestra conducta durante todo el día. Las consignas eran frases cortas, marciales, impactantes, que se recordaban fácilmente. Un día escuchamos una, muy normal, que se hizo famosa gracias a la consecuente actuación de Mañas, el lugarteniente (o simplemente ayudante) de Braña. Este último nos puso firmes y nos dictó la frase del día: -¡La Falange no descansa!-. Y el solícito Mañas, después de atar al mástil la cuerda de la bandera, se acercó al micrófono y remató la ceremonia: -¡Descanso!, ¡¡ar!!-. Un sordo rumor de pitorreo colectivo se alzó sobre la formación de los laborales. A partir de aquél día, los hábitos marciales se relajaron un poco, y con el tiempo, la ceremonia de la consigna acabó perdiéndose. De casi ninguna frase-consigna más me acuerdo ahora, pese a que José Ignacio me ha mentado media docena de ellas, hace bien poco.


Pero hubo una buena, porque algunas eran incluso poéticas y aquella nos valía a los del Gúlmont de forma muy especial: LA POLAR ES LO QUE IMPORTA. Pienso que la autoría de esta línea tan oportuna pudo deberse a Dionisio Ridruejo, porque la vimos aplicada al nombre de una colección de libros en aquellos años, y mucho antes, en 1948, la había adoptado un semanario de los Estudiantes Españoles que agrupaba a la elite de la filosofía del Régimen.

Efectivamente, al Gúlmont le importaba la Polar. Y nos hicimos nuestra esa máxima. La Polar nos marcaba una dirección inequívoca durante las marchas en las noches despejadas de nuestra Córdoba de los diecisiete años. Durante mucho tiempo llevamos a la Polar por delante o por detrás, o al bies, pero siempre controlada, para saber que nuestros pasos nos dirigían a donde nos proponíamos, porque lo esencial, nos habían enseñado, era proponerse algo y actuar siempre en consecuencia.


Pero la certeza que a los navegantes y a la gente de la Montaña nos ha dado siempre la Polar, tiene una limitación real, numérica. Lo supe después, cuando tuve que refinar la ciencia y las técnicas que aplicaría a mi profesión: La Polar no está emplazada justamente en el Norte geográfico. No está bien centrada en el ombligo de ese casquete estelar que nos sirve de techo al que no alcanza el brazo y de referencia a quien lo sabe fijar en su mente. Tiene una excentricidad de unos setenta minutos (poca cosa; un poquito más de un grado). Sólo los sesudos cartógrafos y los topógrafos escrupulosos lo suelen detectar. Pero el conocimiento de esta realidad me afectó. Cada vez que volvía a mirar a la Polar, el saber que mi Norte de referencia también se trasladaba como cualquier otra estrella, me daba una sensación de mareo. Era como orinar dibujando circulitos (que es lo que canta Sabina, y también se marea). Desde entonces, cada vez que trato de orientarme de noche, aplicando la máxima del Gúlmont, me parece que me falla lo más sagrado. Veo a mi Polar danzando alrededor de un invisible agujero negro que constituye aquel ombligo real de nuestro universo montañero. Seguramente ese es el orificio que ha abducido a muchos gulmoneros que no han podido responder a nuestras circulares y botellas del náufrago. Seguramente muchos, como yo, se han complicado la existencia y han acabado mandando el Norte a hacer puñetas. Hay otras referencias, claro, en la vida. Y empujones, como la ira del cielo, o el rutar de la tierra y la hondura del mar triste. Y detrás de todo, acercándose, el dios Marte con todas sus vilezas.

Quizá tendríamos que arrinconar todo lo superfluo del progreso. Guardar la ciencia en la mochila (sin olvidarla) y volver a andar de noche sin GPS, ni brújula, ni considerar las declinaciones magnéticas ni las convergencias de los meridianos, sin mapa, sólo con la mirada en el oscuro cielo y descubriendo de nuevo las siluetas negras de nuestras montañas, las que fuimos conociendo a fuerza de mirarlas y de ver amanecer poco a poco en sus cumbres, mientras abajo abríamos camino en la escarcha. Quizá así, podríamos llevarnos una gozosa sorpresa: -¡Coño!, ¡si todavía hay mundo!-. Pero eso no es para nosotros, que ya hemos visto las sombras de nuestra estrella. Quizá deberíamos haber sabido hacer entender a nuestros hijos que hay algo tan simple, importante y útil (aunque sólo sea aproximado) como la Polar. Ahora el mundo se abre a los hijos de los hijos, porque para ellos la Polar está limpia. Y hay tiempo, porque siempre, mientras dure el aire y la luz, estará el Gúlmont por descubrir.

En el Gúlmont de octubre de dos mil seis (antes del Segundo Reencuentro).
Pedro Plana Panyart


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